lunes, 26 de abril de 2010

La reconciliación como sendero hacia la paz

Hace ya casi dos décadas que en El Salvador se firmaron los Acuerdos de Paz, un acontecimiento trascendental en el devenir histórico del país, que nos propiciaba un espacio muy importante para que remangáramos nuestras camisas y empezáramos a trabajar en una paz firme y duradera.
Pero la paz no puede llegar simplemente por una declaración, la paz debe irse construyendo, y mientras haya injusticias sociales no puede haber paz, porque ambos conceptos están concatenados.

Después de aquella fecha memorable se esperaba que se suscitaran cambios cruciales para preparar el camino hacia la reconciliación nacional, pero lo que existe es una transición aletargada en el tiempo, un periodo de posguerra en el que se manifiestan los mismos problemas que originaron el conflicto, algunos que inclusive se han visto agudizados.

No han sido reducidas las brechas sociales, la riqueza nacional ha sido repartida entre las mismas elites históricas, y en el otro extremo, la población está constituida por una enorme cantidad de pobres o, en el peor de los casos, indigentes, y este sí que es un concepto entristecedor, porque el que es indigente no está en la categoría del reino animal y tampoco en la del reino humano, no tiene ni fuerza para pedir y reclamar.

Hay una gran cantidad de niños y de niñas que no van a la escuela porque simple y sencillamente no han comido esa mañana; otros ni siquiera tienen la posibilidad de asistir.

Qué alegría si todos los padres y madres pudieran enviar sus hijos a escuelas con dignidad, con matrícula y escolaridad gratuita, con suficiente comida para los niños, sobre todo sabiendo que muchos de ellos cuando llegan están tan cansados que lo que hacen es irse a dormir, y al niño que tiene hambre se le imposibilita participar, expresarse, mucho menos le es posible pensar.

El leitmotiv de los Acuerdos de Paz descansaba en el sueño de encontrar el sendero hacia la democracia, pero continúan existiendo óbices subrepticios que de manera furtiva niegan la voluntad del pueblo soberano, aun cuando les hacen creer a los citadinos que son ellos quienes deciden.

Y es verdad que los campesinos, obreros, amas de casa, hombres y mujeres de bien, van y depositan una papeleta, pero ahí muere su participación, porque al final son otros sectores los que terminan decidiendo lo que habrá de hacerse.

La población, por su parte, está sufriendo de un estrabismo político jamás visto, unos que miran hacia la evolución y otros hacia la involución, y de los dos hay en ambos extremos, porque la polarización no quiere decir que todo el grupo de la izquierda piense como la izquierda misma, o que todos los simpatizantes de derecha tengan las mismas convicciones conservadoras, sino siempre existen desavenencias entre las estructuras internas de cada bando, que al final ya nadie sabe qué es lo que quiere ni hacia dónde empuja.

Pero hablar de esta polarización como la otra guerra, o la guerra política, no es aseverar que todos los que están de un lado sean los malos y que todos los que están al otro sean los buenos, porque sólo la mitad de los buenos hay en un extremo como sólo la mitad de los malos hay en el otro, unos tienen la mitad de la verdad y los otros la mitad de la mentira, y se complementan los unos con los otros.

Bajo estas circunstancias, la sola firma de los Acuerdos de Paz no ha hecho posible una verdadera reconciliación, porque no han existido políticas ecuánimes de reinserción, y eso, de alguna manera, genera mohínas que terminan desatando más enfrentamientos, y los estrategas en estas batallas de posguerra son ahora los movimientos políticos, que se rasgan las vestiduras enarbolando la bandera de la justicia social, gritando a los cuatro vientos que todas sus iniciativas van siempre en función de los intereses del soberano pueblo.

¿Pero quién es el pueblo? Son los unos y son los otros, y eso es grave, porque significa que al final la verdadera lucha no es de la izquierda contra la derecha, sino del pueblo contra el pueblo. Así fue en la guerra, 100 mil personas del lado del Ejército eran el pueblo, y otros 100 mil al lado de la Guerrilla también lo eran. Un drama siniestro.

Los Acuerdos de Paz fueron concebidos como una apertura hacia la democracia, pero cuántos pecados se comenten hoy día en nombre de la democracia, este es un concepto que dista mucho de representar efectivamente el poder del pueblo, porque no están del todo definidos sus valores y sus principios, no ha surgido una verdadera civilización donde haya respeto y tolerancia, donde los unos puedan externar sus opiniones y los otros las puedan escuchar, sin buscar puntos de encuentro.

El camino hacia la democracia debe estar marcado por principios y por valores, por ideales, por sueños, por una ciudadanía participativa, donde nadie hable en nombre del pueblo, sino el pueblo mismo.

Los Acuerdos de Chapultepec significaron el fin de la guerra, pero no el inicio de la paz, porque la violencia no ha cesado, la pobreza y las injusticias sociales no han desaparecido del mapa de la realidad nacional, y para encontrar la verdadera paz hay que creer en la paz, hay que izar la bandera de la paz, la bandera del Pacto Roerich, y creer en la paz significa creer en la reconciliación, entender que tanto sufre la madre del interfecto como la madre del asesino, que tanto sufrió la madre de un guerrillero como la madre de un soldado, que en la guerra hubo tanta gente en un lado y tanta gente en el otro, que si uno solo de los combatientes se hubiera parado a observar hacia el bando contrario, hubiera descubierto todo un séquito de hermanos, primos y tíos, y sin duda esa visión hubiera cambiado la historia.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buenisimo! segui adelante!!!

Anónimo dijo...

¡Excelente! Ya era merecido nuestro que tuviéramos de tu parte un artículo tal. Un pensamiento filosófico firme y limpio, característico tuyo. ¡Adelante, David! ¡Enhorabuena!

Mauricio H.

Anónimo dijo...

Bonito y elocuente, aunque se resalta un poco tu ideología, pero me gusto mucho.