viernes, 8 de junio de 2018

Metamorfosis poética

El sueño también me abandonó antes de que estallara el despertador. Como simple práctica consuetudinaria, la busqué a mi costado con la intención de darle el saludo. Ella no estaba. Al tiempo que me incorporaba al nuevo día, mi mente barajaba hipótesis totalmente alejadas de la realidad. Comprobé que no estaba en el baño y tampoco en la cocina preparando el café. Se había ido. Recordé la discusión de la noche anterior. Me dijo que se sentía sola, olvidada, reemplazada. Evocó mis años de poeta romántico. Tomó entre sus manos el último de mis poemas. Lo estrujó con ira. Condenó mi supuesta metamorfosis. Yo le expliqué que el mundo es cambiante, que la sociedad es cambiante, que no hay en la actualidad ser alguno que pueda asegurar no haber sido testigo de algún tipo de transformaciones en el devenir histórico. El meollo del asunto es que ella nunca ha estado de acuerdo con mi participación en la lucha sindical. Yo no miento, amigos. Este mundo ha sido objeto de importantes cambios. Quizá por el hecho de estar en la era de la información, las transformaciones que más hemos advertido han sido las tecnológicas; no obstante, también ha habido, de forma paralela, una serie de adaptaciones en otros áreas como la política y la economía. En ese universo de cambios, para mí no era posible que la poesía, hija predilecta del arte literario, una de las formas más bellas de comunicación y de difusión cultural, se quedase aletargada en el tiempo, resistiéndose a sufrir sus propias transformaciones. En ese sentido, asumí el compromiso de transfigurar mi poesía, de llevarla al ritmo de la permanente evolución social, de contribuir con ella al perfeccionamiento de la humanidad. Yo amo y respeto a la poesía, no está de más decirlo, porque ella es tan antigua como el ser humano, porque ella está con él desde sus orígenes, como prueba fehaciente de su inteligencia ingénita. Como todo poeta, soy conocedor de las diversas manifestaciones que ha asumido a lo largo de los siglos, cada cual condicionada por cierto determinismo geográfico, demográfico y coyuntural. Por eso empecé a escribir con más conciencia. Ya no con el propósito de conquistar mujeres. Ya no con la ilusión de vender muchos libros ni de ganar un Premio Nobel. Reflexioné sobre la crisis social, la degradación medioambiental y el creciente deterioro de los valores morales. Mi papel como defensor de la poesía es convertirla en un arma intelectualmente poderosa, para conseguir que el hombre se libere del hombre, para dignificar la lucha por los derechos de los pueblos, para exaltar con palabras las palabras, para venerar la existencia y la continua búsqueda de la felicidad absoluta. Pero ella vio herido su ego, porque amaba sentirse musa, idolatrada, divinizada. Y yo no estaba dispuesto a involucionar al romanticismo. El último romántico, le expliqué muchas veces, murió dos siglos atrás: mi homónimo. Ella no me perdonó. Tal es la razón por la que se marchó de madrugada. Al mirar sobre el buró, descubrí, resignado, la carta: “Querido Gustavo: He decidido alejarme de tu lado, emprender mi propio derrotero. Comprendo que tus letras ya no me pertenecen, que has fijado un horizonte y no puedes desandar el camino. He vivido extrañando al poeta soñador y enamorado que, en las noches de luna llena, al calor de una fogata, me abrazaba fuertemente, mientras, cariñoso, me susurraba versos al oído. Tus palabras ya no son las olas límpidas e impetuosas, que atravesaban una y otra vez los mares, y rompían, victoriosas, sobre mí. En aquellos tiempos yo era tu playa, adonde llegabas buscando solaz, donde dibujabas los celajes del atardecer y, como un niño ilusionado y feliz, también construías castillos de arena. Un clima de melancolía se cierne sobre mi futuro. Te extrañaré: Raquel”. Leí varias veces el papel. Desentrañé cada palabra. Denoté inmensa tristeza en la grafología. Cerré los ojos. No sé si lloré. Y entonces, entonces estrujé la carta. No entenderán mi sacrificio.