jueves, 15 de junio de 2023

El pulpo



No basta decir que me arrepiento. ¿De qué me serviría ahora que todo  se acaba? Fui parte de la repetición de esa historia en la que cada individuo no piensa más que en sí mismo. Estultamente, sobrepuse mis intereses a los intereses de los demás; no cedí a mis pretensiones, no obstante que conocía el daño que con ello ocasionaba a terceros.

Debo confesar que al principio yo era solamente parte de las justas lides sindicales. De hecho, resultado de mi lucha y esfuerzo fue la consecución de innumerables contratos colectivos, figura desde mucho antes ya estatuida en la legislación laboral, lo que significó un gran avance hacia la reivindicación de la clase obrera. Estos logros constituían una garantía para mejorar las condiciones de trabajo, pero siempre en función de mantener la armonía con los sanos intereses de los factores de producción.

No puedo decir que me arrepiento. Yo luché por el principio de equidad, para que este se viera claramente reflejado en las disposiciones constitucionales referidas a la distribución del presupuesto nacional. Con el paso de los años, mi lucha fue dando sus frutos. Conseguí grandes mejoras en las condiciones de vida de los trabajadores miembros del sindicato, en las mías propias. Fue entonces cuando fui perdiendo el enfoque. Me fue cegando la avaricia, la sed de poder, de fama, de dinero.

Mientras luchaba y conquistaba envidiables beneficios para mí y para los míos, poco me importó ver la otra cara de la moneda, en la que se reflejaban los rostros tristes de mujeres embarazadas en riesgo de perder a sus hijos por no recibir atención obstetra, de operarias de maquila que habían sido víctimas de accidentes laborales, de vigilantes lesionados de muerte en cumplimiento de su trabajo, todos ellos trabajadores honrados que también aportaban parte de sus misérrimos salarios al cumplimiento de una cuota de seguridad social, sin que ello les diera el derecho de siquiera soñar prestaciones similares a las de la masa sindical.

Mientras exigía para mis bolsillos, nunca pensé en ellos, ni en sus hijos, ni en sus condiciones de vida a la orilla de una quebrada. Aquello era una expresión dantesca de un egoísmo descomunal que hacía verme cada vez menos humano, como cada uno los ocupantes de aquella ciudad íngrima y sola en la que cada quien buscaba satisfacer sus deseos y necesidades personales, a veces en detrimento de los deseos y necesidades del conjunto.

He confesado que al principio yo era solamente parte de las justas lides sindicales. Ellas me dieron poder, fama, dinero. Mis exigencias fueron creciendo en proporción directa con mi investidura. Me convertí en un pulpo insaciable en mi afán de acumular riquezas. Me alejé de todos, me refugié en la nada. Abandoné a mi esposa porque ya no me llenaba. Fui a buscar los placeres de la vida, los viajes, los lujos, las fiestas.

No basta decir que me arrepiento. ¿De qué me serviría ahora que todo  se acaba? Ha habido alcohol, drogas, mujeres. Ya nada me puede llenar. No sé en cuántas prostitutas busqué los placeres de la vida. No lo sé. La última de ellas, Jacinta, dijo que lo que yo necesitaba era reencontrarme. Me llevó a su casa a la orilla de una quebrada. En mala hora recordé un pasado que ya había conseguido olvidar. Me inundó la tristeza, la angustia, la ira. Jacinta no me pudo llenar. Quedó tendida sobre el charco de su propia sangre.  La mató el revólver que desde mi propia diestra hoy apunta a mi sien.


viernes, 8 de junio de 2018

Metamorfosis poética

El sueño también me abandonó antes de que estallara el despertador. Como simple práctica consuetudinaria, la busqué a mi costado con la intención de darle el saludo. Ella no estaba. Al tiempo que me incorporaba al nuevo día, mi mente barajaba hipótesis totalmente alejadas de la realidad. Comprobé que no estaba en el baño y tampoco en la cocina preparando el café. Se había ido. Recordé la discusión de la noche anterior. Me dijo que se sentía sola, olvidada, reemplazada. Evocó mis años de poeta romántico. Tomó entre sus manos el último de mis poemas. Lo estrujó con ira. Condenó mi supuesta metamorfosis. Yo le expliqué que el mundo es cambiante, que la sociedad es cambiante, que no hay en la actualidad ser alguno que pueda asegurar no haber sido testigo de algún tipo de transformaciones en el devenir histórico. El meollo del asunto es que ella nunca ha estado de acuerdo con mi participación en la lucha sindical. Yo no miento, amigos. Este mundo ha sido objeto de importantes cambios. Quizá por el hecho de estar en la era de la información, las transformaciones que más hemos advertido han sido las tecnológicas; no obstante, también ha habido, de forma paralela, una serie de adaptaciones en otros áreas como la política y la economía. En ese universo de cambios, para mí no era posible que la poesía, hija predilecta del arte literario, una de las formas más bellas de comunicación y de difusión cultural, se quedase aletargada en el tiempo, resistiéndose a sufrir sus propias transformaciones. En ese sentido, asumí el compromiso de transfigurar mi poesía, de llevarla al ritmo de la permanente evolución social, de contribuir con ella al perfeccionamiento de la humanidad. Yo amo y respeto a la poesía, no está de más decirlo, porque ella es tan antigua como el ser humano, porque ella está con él desde sus orígenes, como prueba fehaciente de su inteligencia ingénita. Como todo poeta, soy conocedor de las diversas manifestaciones que ha asumido a lo largo de los siglos, cada cual condicionada por cierto determinismo geográfico, demográfico y coyuntural. Por eso empecé a escribir con más conciencia. Ya no con el propósito de conquistar mujeres. Ya no con la ilusión de vender muchos libros ni de ganar un Premio Nobel. Reflexioné sobre la crisis social, la degradación medioambiental y el creciente deterioro de los valores morales. Mi papel como defensor de la poesía es convertirla en un arma intelectualmente poderosa, para conseguir que el hombre se libere del hombre, para dignificar la lucha por los derechos de los pueblos, para exaltar con palabras las palabras, para venerar la existencia y la continua búsqueda de la felicidad absoluta. Pero ella vio herido su ego, porque amaba sentirse musa, idolatrada, divinizada. Y yo no estaba dispuesto a involucionar al romanticismo. El último romántico, le expliqué muchas veces, murió dos siglos atrás: mi homónimo. Ella no me perdonó. Tal es la razón por la que se marchó de madrugada. Al mirar sobre el buró, descubrí, resignado, la carta: “Querido Gustavo: He decidido alejarme de tu lado, emprender mi propio derrotero. Comprendo que tus letras ya no me pertenecen, que has fijado un horizonte y no puedes desandar el camino. He vivido extrañando al poeta soñador y enamorado que, en las noches de luna llena, al calor de una fogata, me abrazaba fuertemente, mientras, cariñoso, me susurraba versos al oído. Tus palabras ya no son las olas límpidas e impetuosas, que atravesaban una y otra vez los mares, y rompían, victoriosas, sobre mí. En aquellos tiempos yo era tu playa, adonde llegabas buscando solaz, donde dibujabas los celajes del atardecer y, como un niño ilusionado y feliz, también construías castillos de arena. Un clima de melancolía se cierne sobre mi futuro. Te extrañaré: Raquel”. Leí varias veces el papel. Desentrañé cada palabra. Denoté inmensa tristeza en la grafología. Cerré los ojos. No sé si lloré. Y entonces, entonces estrujé la carta. No entenderán mi sacrificio.

martes, 6 de junio de 2017

Cuando el apartheid


Una paz inefable llegó a anidarse, cual ave peregrina, en el corazón de Barry Smuts, mientras veía por la cristalina ventana la caída de la tácita noche, que con su negro manto cobijaba la ciudad. Y pensar que aquel hombre había vivido, durante mucho tiempo, taciturno, trémulo y neurótico ante el calendario, ante el reloj. Cuán estériles fueron sus deseos de suspender los días, las horas, los minutos. Porque el tiempo es la única nave en la que se viaja sin frenos.
Antes de esa noche, su vida había trajinado orbicularmente, perdida en un laberinto de tristeza y confusión. El temor le asfixiaba el alma ante la inminencia de la tarde dolorosa e inevitable en que, según los vaticinios, se vería obligado a fingir alegría.
— ¿Qué te pasa, amigo? —preguntó Piet, colocando su morena mano sobre la espalda de Barry.
—Nada grave —respondió él—. Soy uno de esos hombres que sufren por amor.
Piet Hulley,  el hombre al que una vez había detestado por causa de un estulto y estólido racismo, le inyectó a su espíritu  una vívida dosis de reflexión, que fue suficiente para hacerle entender que no había nada que temer.  Con alguna cita de Whitman, proveyó ánimo, esperanza y sosiego al corazón de aquel hombre. Ya no tuvo miedo de enfrentarse al día inexorable en que vería a Clarice Bower casándose con su mejor amigo. Gracias a aquel mágico mensaje, pudo tomar temerariamente la pluma y plasmar su firma como testigo del connubio.
La tarde fue cálida, matizada y jubilosa, muy diferente a la tarde gélida, nublada y lúgubre que Barry había imaginado mientras desencadenaba sollozos ante el reloj, refugiado en la penumbra. Cuando la noche invadió la ciudad, advirtió que sus pesares habían huido. Ahora se sentía muy feliz, porque sabía que feliz estaba Clarice, porque sabía que feliz estaba Piet. Prendió entonces las luces y abrió una botella de champagne. Brindó con su soledad a la salud de sus dos amigos.
Recordó la mañana silenciosa y fúnebre cuando, solitario, lloraba sobre el yerto cadáver de su progenitor, quien había muerto la noche del viernes en que Barry había culminado sus clases en la secundaria. El sábado, el acongojado mancebo llamó a la escuela para justificar su ausencia en el paseo de despedida. Todos sus compañeros se fueron al viaje, excepto Clarice y Piet, quienes inesperadamente tocaron a su puerta y le dieron el pésame. Ese día Barry entró a formar parte de su club de amigos.
«El racismo es la más tonta de las obsesiones», pensó Barry, mientras degustaba el último sorbo de champagne.
En la navidad de 1971, el empresario Frederik Gibson descubrió los amores de su hija Margaret con Franklin Meyer, uno de los diez empleados negros de su carpintería en Newcastle.  Margaret estaba embarazada. Su madre, Olga Gibson, desde una silla de ruedas, le externó todo su apoyo y protección, lo suficiente para que el machismo y el autoritarismo paternal no consiguieran forzar el aborto. Sin embargo, nadie consiguió evitar que Franklin Meyer fuera acusado, condenado y encarcelado por el delito de violación.
Durante nueve meses, Frederik Gibson elevó sus plegarias suplicando que el bebé naciera blanco. No obstante, en ese mismo ínterin, orquestó muy bien sus planes para evitar que en la familia existiera un negro. Cuando Margaret dio a luz, Frederik ordenó a Enoch, su mayordomo, sustraer, matar y desaparecer al moreno niño. Pero Enoch no tuvo el valor suficiente para hacerle daño al pequeño. Lo llevó al bosque y, tras abrigarlo con unas mantas, lo colocó sobre un lecho de hojas secas, al lado de un abedul. Allí lo encontró Elisabeth, esposa de James Hulley, con quien llevaba años intentando, inútilmente, concebir un hijo. Siendo un matrimonio de raza blanca, no les importó tomar e inscribir como suyo a aquel niño, a pesar de las prohibiciones sociales y jurídicas emanadas del apartheid.
Como familia pudiente, los Hulley consiguieron matricular a su hijo en la escuela de Ladysmith, en contraposición a lo que estatuía el sistema segregacionista, según el cual los negros  tenían escaso derecho a la educación y, en todo caso, no podían ser inscritos en los centros de estudios reservados para los blancos. De esta manera, Piet era el único niño negro en aquel salón de clases, y esto lo convirtió rápidamente en víctima de burlas y desprecios. No obstante, allí conoció a Clarice Bower, hija de Edward y Emma Bower, íntimos amigos de la familia Hulley, pero férreos defensores de las políticas discriminatorias. Clarice, sin embargo, tenía un corazón puro y limpio, dispuesto a sumarse a la hueste temeraria que en diversos ámbitos luchaba sin tregua contra el hostil racismo.
Hubo en el camino muchos valladares que sortear. La familia Bower, acaso, el principal. Fue Emma Bower quien, al enterarse de la estrecha amistad de su hija con Piet Hulley, vilipendió cobardemente al niño y le contó la verdad de sus orígenes. El niño lloró de tristeza. Razonó, dudó, concluyó. Ya  no quiso buscar explicaciones en las voces de sus padres; le bastó con estudiar la diferencia de pieles para encontrar la respuesta que durante mucho tiempo había intentado descifrar. Elisabeth lo vio llorando. Lo abrazó y le reiteró su cariño.
Sin embargo, como baja la lluvia de la nube, como cae el sol por las tardes, la vanidad y orgullo de la familia Bower se desplomaron años más tarde, cuando su casa fue hipotecada. James Hulley les ofreció asilo. Ellos, inicialmente, lo rechazaron, se fueron a alquilar un apartamento que más tarde abandonaron por incapacidad de pago. Regresaron, mansos, y aceptaron la ayuda de James y, con ello, la amistad de Clarice y Piet.
Un cariño inmarcesible unía a los dos pequeños, a pesar de las vicisitudes. Todos en aquella casa eran testigos de la mutua ayuda que se daban al realizar las tareas. Cada quien aportaba sus ideas para entender y resolver los problemas matemáticos. En la escuela, Clarice era la amiga única de Piet, mientras un amplio grupo, entre los que se encontraba Barry Smuts, seguía promulgando una absurda lucha de razas.
Fue hasta el día después de finalizadas las clases en la secundaria cuando Barry comprendió que Clarice y Piet siempre habían sido sus amigos. Oliver Smuts, su padre, había muerto la noche anterior, víctima de un paro cardiaco, y él se sentía solo y acongojado. Sus compañeros de lucha se marcharon al viaje de despedida, ignorando la llamada telefónica. Tan solo Clarice y Piet renunciaron al paseo para acompañarle en aquel momento fúnebre.
Barry agradeció el gesto y desnudó el inevitable afecto y la sublime admiración que subrepticiamente les había tenido siempre. La amistad con Clarice y Piet se intensificó muy rápidamente. Bastaron unos días para advertir que ya era miembro de una sociedad de tres. Fue así que caminaron juntos durante muchos años. Los tres abanderaron la lucha antirracista. Se aventuraron, bregaron, vencieron. En esas lides se enredaron sus vidas. Clarice y Piet iban a casarse sin percibir la existencia de un invisible e inevitable triángulo amoroso. Cuando Barry se dio cuenta de sus sentimientos, supo simultáneamente que no quedaba nada por hacer. Inocentemente, Piet le propuso ser testigo de la boda. Su incuestionable bondad, silo acumulador de cariño, fue suficiente para que Barry aceptara con plena voluntad.
Pero desde el momento en que hubo impreso su firma como testigo de la boda, su vida fue soplada por un incomparable prodigio. Se marchitó el sufrimiento y floreció la ventura con tan solo observar la sonrisa de los novios y escuchar el arpegio de sus voces cantándole al amor. La felicidad es efusiva. Barry lo comprobó cuando, después de ocultarse el sol, algo rutilaba aún desde el fondo de su corazón. La lóbrega noche no apagó su placidez intestina. Inevitablemente, se sentía feliz.
—Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero —repitió varias veces. Nunca comprendió el verso de Neruda.
Recordó una mujer que en Newcastle le dijo que el amor es polimorfo. Ella misma, después de perder a un hijo por la maldad de su padre, dedicó su herencia a la construcción de un albergue para niños desamparados. Allí había huérfanos negros y blancos. La mujer le anunció la necesidad de más recursos para financiar las actividades de ayuda.  Y entonces Barry Smuts, poseído por una lúcida y sólida idea, aspiró el último sorbo de champagne y en seguida se dirigió a su escritorio. Extrajo sus libros contables, los estudió detenidamente. Nunca antes le inquietó la herencia de Oliver Smuts. Una sonrisa amatoria se fugó de sus labios.
Antes de acostarse en su lecho de paz, se acercó a la ventana para ver a través de ella. El cielo lucía perfectamente constelado. El sueño forastero se hospedó en su cuerpo. Barry apagó las luces y cerró al instante los escaparates de la realidad. Al llegar el alba, un amor verdadero esperaba por él.

sábado, 17 de octubre de 2015

Beso

Para encontrar el infinito
Cerró sus ojos y ella los suyos,
Y se diluyó en una oscuridad sin fronteras,
Pura, límpida, sin efigies ni quimeras.
El gozo que les inundaba requería oscuridad.
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domingo, 21 de noviembre de 2010

Feminismo: distorsionadores y distorsionadoras del lenguaje

Desde que se gestó la Revolución Feminista, en la segunda mitad del siglo XX, específicamente en los años 60 y 70, las mujeres han venido tomando un importante protagonismo en diferentes ámbitos de la vida cotidiana, esto a nivel mundial. Tal acontecimiento, si bien fue un fenómeno trascendental para la reivindicación de los derechos femeninos, ha conllevado al surgimiento de mociones extremistas que en la actualidad ya rayan con la intolerancia.
No soy partidario de las luchas de género y mucho menos pretendo entrar en prejuicios cognitivos al opinar sobre la superioridad o inferioridad de uno respecto al otro; más bien quiero tratar el tema desde el punto de vista lingüístico, que es el que me interesa, apoyado en publicaciones de la misma Real Academia de la Lengua.
En efecto, tal ha sido la lucha por la equidad de género (usada a veces, inclusive, como una forma de demagogia) que hoy día escuchamos a personalidades de la vida pública pronunciar sus discursos de una manera en que pareciera dirigirse a dos públicos en diferentes tribunas. Hablan de ellos y ellas, de los niños y las niñas, de los trabajadores y las trabajadoras...
Según la misma RAE, este tipo de desdoblamientos son artificiosos e innecesarios desde el punto de vista lingüístico. En los sustantivos que designan seres animados existe la posibilidad del uso genérico del masculino para designar la clase, es decir, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos: "Todos los ciudadanos mayores de edad tienen derecho a voto".
La mención explícita del femenino se justifica solo cuando la oposición de sexos es relevante en el contexto: "El desarrollo evolutivo es similar en los niños y las niñas de esa edad". La actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas. Por tanto, deben evitarse estas repeticiones, que generan dificultades sintácticas y de concordancia, y complican innecesariamente la redacción y lectura de los textos.
El uso genérico del masculino se basa en su condición de término no marcado en la oposición masculino o femenino. Por ello, es incorrecto emplear el femenino para aludir conjuntamente a ambos sexos, con independencia del número de individuos de cada sexo que formen parte del conjunto. Así, "los alumnos" es la única forma correcta de referirse a un grupo mixto, aunque el número de alumnas sea superior al de alumnos varones.
Aclaradas las implicaciones linguisticas de este fenómeno, les transcribo entonces el primer párrafo de un artículo que un muy querido amigo me compartiera hace algunos meses:
“Soy decididamente feminista. Pero no de cualquier feminismo, sino del feminismo inteligente y verdaderamente progresista. Un feminismo de mujeres llenas de feminidad, que no envidian ni temen la gloria de los varones, que no quieren ser iguales a ellos porque se saben diferentes y, en tantas cosas, superiores. Amo y admiro ese feminismo auténtico, que asume con alegría el don de la maternidad como uno de sus mayores logros personales, muy por encima del valor de la paternidad”.
Otro día hablaremos del inadecuado uso del símbolo de la arroba (que no es una letra) para intentar aludir a los dos géneros en una misma idea. Por ahora, mis agradecimientos y saludos a todos y todas.

martes, 14 de septiembre de 2010

Las bienaventuranzas del conocimiento

Bienaventurado el hombre cuyos bríos intrínsecos consiguieron colapsar las cadenas del miedo, su temerario pensamiento recorrerá el Universo, cerniendo sus alas por los éteres de la libertad.



Bienaventurado el hombre cuyo grito de protesta quiso ser silenciado, encontró en la literatura el derrotero ad hoc hacia la emancipación de las palabras.


Bienaventurado el hombre cuya res cogitans pudo ser rescatada de las catacumbas encefálicas, su semen cognitivo se reproducirá infinitamente e infinitamente resucitará, cual eterno retorno.


Bienaventurado el hombre cuyo pensamiento fue plasmado sin intereses pecuniarios, no heredará a su ascendencia fortunas baladíes, sino a todo el mundo un vasto e invaluable patrimonio, el de la inagotable riqueza intelectual.

viernes, 2 de julio de 2010

A José Saramago (R.I.P.)

No es el apocalíptico cielo, ni el apologético infierno, sino millones de corazones por ti iluminados, los únicos para custodiar eternamente el retrato onomástico del pensamiento convertido ahora en imposible adiós.


Será la letra tu trono vitalicio, porque tu mensaje, ese que quisieron forrar con vituperios baladíes, fue hecho para driblar las saetas de la muerte.


La inmortalidad vino a hospedarse en tu nombre, arquetipo de la voz que no se acalla, de la palabra impertérrita y mágica, ideal para derrumbar los prístinos e inútiles alcázares, donde antaño se guardaron ciertas dolamas y delectaciones de Aquel que fue hombre.