Una paz inefable llegó a anidarse, cual ave peregrina, en
el corazón de Barry Smuts, mientras veía por la cristalina ventana la caída de
la tácita noche, que con su negro manto cobijaba la ciudad. Y pensar que aquel hombre
había vivido, durante mucho tiempo, taciturno, trémulo y neurótico ante el
calendario, ante el reloj. Cuán estériles fueron sus deseos de suspender los
días, las horas, los minutos. Porque el tiempo es la única nave en la que se
viaja sin frenos.
Antes de esa noche, su vida había trajinado
orbicularmente, perdida en un laberinto de tristeza y confusión. El temor le
asfixiaba el alma ante la inminencia de la tarde dolorosa e inevitable en que,
según los vaticinios, se vería obligado a fingir alegría.
— ¿Qué te pasa, amigo? —preguntó Piet, colocando su
morena mano sobre la espalda de Barry.
—Nada grave —respondió él—. Soy uno de esos hombres que
sufren por amor.
Piet Hulley, el
hombre al que una vez había detestado por causa de un estulto y estólido racismo,
le inyectó a su espíritu una vívida
dosis de reflexión, que fue suficiente para hacerle entender que no había nada
que temer. Con alguna cita de Whitman,
proveyó ánimo, esperanza y sosiego al corazón de aquel hombre. Ya no tuvo miedo
de enfrentarse al día inexorable en que vería a Clarice Bower casándose con su
mejor amigo. Gracias a aquel mágico mensaje, pudo tomar temerariamente la pluma
y plasmar su firma como testigo del connubio.
La tarde fue cálida, matizada y jubilosa, muy diferente a
la tarde gélida, nublada y lúgubre que Barry había imaginado mientras
desencadenaba sollozos ante el reloj, refugiado en la penumbra. Cuando la noche
invadió la ciudad, advirtió que sus pesares habían huido. Ahora se sentía muy
feliz, porque sabía que feliz estaba Clarice, porque sabía que feliz estaba
Piet. Prendió entonces las luces y abrió una botella de champagne. Brindó con
su soledad a la salud de sus dos amigos.
Recordó la mañana silenciosa y fúnebre cuando, solitario,
lloraba sobre el yerto cadáver de su progenitor, quien había muerto la noche
del viernes en que Barry había culminado sus clases en la secundaria. El
sábado, el acongojado mancebo llamó a la escuela para justificar su ausencia en
el paseo de despedida. Todos sus compañeros se fueron al viaje, excepto Clarice
y Piet, quienes inesperadamente tocaron a su puerta y le dieron el pésame. Ese
día Barry entró a formar parte de su club de amigos.
«El racismo es la más tonta de las obsesiones», pensó Barry, mientras degustaba el último sorbo de
champagne.
En la navidad de 1971, el empresario Frederik Gibson
descubrió los amores de su hija Margaret con Franklin Meyer, uno de los diez
empleados negros de su carpintería en Newcastle. Margaret estaba embarazada. Su madre, Olga
Gibson, desde una silla de ruedas, le externó todo su apoyo y protección, lo
suficiente para que el machismo y el autoritarismo paternal no consiguieran
forzar el aborto. Sin embargo, nadie consiguió evitar que Franklin Meyer fuera
acusado, condenado y encarcelado por el delito de violación.
Durante nueve meses, Frederik Gibson elevó sus plegarias
suplicando que el bebé naciera blanco. No obstante, en ese mismo ínterin,
orquestó muy bien sus planes para evitar que en la familia existiera un negro.
Cuando Margaret dio a luz, Frederik ordenó a Enoch, su mayordomo, sustraer,
matar y desaparecer al moreno niño. Pero Enoch no tuvo el valor suficiente para
hacerle daño al pequeño. Lo llevó al bosque y, tras abrigarlo con unas mantas, lo
colocó sobre un lecho de hojas secas, al lado de un abedul. Allí lo encontró
Elisabeth, esposa de James Hulley, con quien llevaba años intentando,
inútilmente, concebir un hijo. Siendo un matrimonio de raza blanca, no les
importó tomar e inscribir como suyo a aquel niño, a pesar de las prohibiciones
sociales y jurídicas emanadas del apartheid.
Como familia pudiente, los Hulley consiguieron matricular
a su hijo en la escuela de Ladysmith, en contraposición a lo que estatuía el
sistema segregacionista, según el cual los negros tenían escaso derecho a la educación y, en
todo caso, no podían ser inscritos en los centros de estudios reservados para
los blancos. De esta manera, Piet era el único niño negro en aquel salón de
clases, y esto lo convirtió rápidamente en víctima de burlas y desprecios. No
obstante, allí conoció a Clarice Bower, hija de Edward y Emma Bower, íntimos
amigos de la familia Hulley, pero férreos defensores de las políticas
discriminatorias. Clarice, sin embargo, tenía un corazón puro y limpio,
dispuesto a sumarse a la hueste temeraria que en diversos ámbitos luchaba sin
tregua contra el hostil racismo.
Hubo en el camino muchos valladares que sortear. La
familia Bower, acaso, el principal. Fue Emma Bower quien, al enterarse de la
estrecha amistad de su hija con Piet Hulley, vilipendió cobardemente al niño y
le contó la verdad de sus orígenes. El niño lloró de tristeza. Razonó, dudó,
concluyó. Ya no quiso buscar
explicaciones en las voces de sus padres; le bastó con estudiar la diferencia
de pieles para encontrar la respuesta que durante mucho tiempo había intentado
descifrar. Elisabeth lo vio llorando. Lo abrazó y le reiteró su cariño.
Sin embargo, como baja la lluvia de la nube, como cae el
sol por las tardes, la vanidad y orgullo de la familia Bower se desplomaron
años más tarde, cuando su casa fue hipotecada. James Hulley les ofreció asilo.
Ellos, inicialmente, lo rechazaron, se fueron a alquilar un apartamento que más
tarde abandonaron por incapacidad de pago. Regresaron, mansos, y aceptaron la
ayuda de James y, con ello, la amistad de Clarice y Piet.
Un cariño inmarcesible unía a los dos pequeños, a pesar
de las vicisitudes. Todos en aquella casa eran testigos de la mutua ayuda que
se daban al realizar las tareas. Cada quien aportaba sus ideas para entender y
resolver los problemas matemáticos. En la escuela, Clarice era la amiga única
de Piet, mientras un amplio grupo, entre los que se encontraba Barry Smuts,
seguía promulgando una absurda lucha de razas.
Fue hasta el día después de finalizadas las clases en la
secundaria cuando Barry comprendió que Clarice y Piet siempre habían sido sus
amigos. Oliver Smuts, su padre, había muerto la noche anterior, víctima de un
paro cardiaco, y él se sentía solo y acongojado. Sus compañeros de lucha se marcharon
al viaje de despedida, ignorando la llamada telefónica. Tan solo Clarice y Piet
renunciaron al paseo para acompañarle en aquel momento fúnebre.
Barry agradeció el gesto y desnudó el inevitable afecto y
la sublime admiración que subrepticiamente les había tenido siempre. La amistad
con Clarice y Piet se intensificó muy rápidamente. Bastaron unos días para
advertir que ya era miembro de una sociedad de tres. Fue así que caminaron
juntos durante muchos años. Los tres abanderaron la lucha antirracista. Se
aventuraron, bregaron, vencieron. En esas lides se enredaron sus vidas. Clarice
y Piet iban a casarse sin percibir la existencia de un invisible e inevitable
triángulo amoroso. Cuando Barry se dio cuenta de sus sentimientos, supo
simultáneamente que no quedaba nada por hacer. Inocentemente, Piet le propuso
ser testigo de la boda. Su incuestionable bondad, silo acumulador de cariño,
fue suficiente para que Barry aceptara con plena voluntad.
Pero desde el momento en que hubo impreso su firma como
testigo de la boda, su vida fue soplada por un incomparable prodigio. Se
marchitó el sufrimiento y floreció la ventura con tan solo observar la sonrisa
de los novios y escuchar el arpegio de sus voces cantándole al amor. La
felicidad es efusiva. Barry lo comprobó cuando, después de ocultarse el sol,
algo rutilaba aún desde el fondo de su corazón. La lóbrega noche no apagó su
placidez intestina. Inevitablemente, se sentía feliz.
—Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero
—repitió varias veces. Nunca comprendió el verso de Neruda.
Recordó una mujer que en Newcastle le dijo que el amor es
polimorfo. Ella misma, después de perder a un hijo por la maldad de su padre,
dedicó su herencia a la construcción de un albergue para niños desamparados.
Allí había huérfanos negros y blancos. La mujer le anunció la necesidad de más
recursos para financiar las actividades de ayuda. Y entonces Barry Smuts, poseído por una
lúcida y sólida idea, aspiró el último sorbo de champagne y en seguida se
dirigió a su escritorio. Extrajo sus libros contables, los estudió
detenidamente. Nunca antes le inquietó la herencia de Oliver Smuts. Una sonrisa
amatoria se fugó de sus labios.
Antes de acostarse en su lecho de paz, se acercó a la
ventana para ver a través de ella. El cielo lucía perfectamente constelado. El
sueño forastero se hospedó en su cuerpo. Barry apagó las luces y cerró al
instante los escaparates de la realidad. Al llegar el alba, un amor verdadero
esperaba por él.